Este texto no es mío sino de Joaquín Liendo, un amigo con quien compartimos muchas primeras experiencias. Entre ellas, el jardín de infantes, la pornografía, el cannabis, el LSD y el DMT. Yo soy M y mi entonces pareja G.

Él siempre fue mi respaldo, uno de mis pocos lugares de contención y prácticamente la única persona de confianza que tuve y ahí estaba, gritándome sin parar, casi sin pestañear y con los ojos bien abiertos, con todos los músculos tensos
La infortunada sesión y cómo un amigo perdió la cabeza Estábamos mi amigo, que he de llamar M, su pareja, que he de llamar G y yo preparados para emprender la excursión psíquica más profunda de nuestras vidas. Habiendo aunado en nuestro haber cuantiosas y progresivas experiencias con sustancias psicodélicas, conscientes por completo de cada dosis y sus efectos, dimos en probar una llamada “dosis heroica” de lsd.
En efecto, tras releer el manual específico para estas situaciones realizado por el académico de Harvard y gurú espiritual Timothy Leary, preparado el ambiente a niveles óptimos de estímulos y confort, realizamos la ingesta de seiscientos sesenta microgramos de dietilamida del ácido lisérgico. Mientras esperábamos los primeros efectos nos dispusimos ver un capítulo de la serie animada La Leyenda de Aang, donde el personaje aprende a desbloquear sus chakras, lo cual venía a colación con todo lo que habíamos visto previamente como preparación al viaje.
Nunca en nuestra vida habíamos tenido una mala experiencia, a pesar de miedos que yo pude haber tenido y de su diagnosticado Asperger siempre tuvimos experiencias fuertemente enriquecedoras y cada vez mejores, habíamos hacía más de un año realizado un viaje con dosis igual de altas, esta vez queríamos ir un poco más allá pero por precaución decidimos repetir la experiencia vivida el año anterior como un paso previo hacia experiencias futuras incluso más intensas, siendo que hacía bastante no manejábamos una dosis de tantas características, sino que manteníamos sesiones mensuales de dosis bajas y más que controlables con nuestra experiencia.
Tras numerosos viajes dedicados a la excursión psíquica y la experiencia estética sin igual habíamos decidido buscar la iluminación espiritual, acercarnos a ella en la medida de lo posible. Personalmente me había preparado con meditación y tanto M como yo estábamos sorprendentemente calmos y seguros respecto al viaje. Ninguno parecía arrastrar un equipaje pesado. Los efectos se hicieron notar enseguida. No habían pasado diez minutos que el movimiento de las cosas se hacía evidente, las luces brillaban con sobrenatural intensidad y los colores estaban más vivos que nunca. Al ser una gran cantidad de papel, la administración de la sustancia fue un tanto engorrosa, personalmente tuve que tragarlo por la molestia que me generaba el papel en la boca pero lejos estuvo esto de ser una solución práctica pues luego me costaría alejarme de la sensación del papel pegado en la garganta, como atorado.
El fuerte subidón corporal me causó una náusea bastante particular, nada realmente nuevo pero un evento seguro curioso. Durante los viajes psicodélicos es bastante normal sentir náuseas al principio, síntoma menor generalmente psicosomático que desaparece a los pocos minutos. Los vómitos son muy enriquecedores y pueden ser la única vía para llegar al bienestar, especialmente si se ha comida algo pesado que el organismo intenta quitarse de encima. Sabiendo por harta experiencia la influencia de los alimentos previamente ingeridos sobre los primeros momentos del viaje había decidido yo mantenerme liviano y, siendo las 00:20 del domingo, todo cuanto había ingerido durante el sábado constaba de dos bananas, dos mandarinas y una empanada de pollo.
No obstante, pese a haber visitado el baño previamente y haberme logrado serenar y pensar sobre los efectos tuve que salir corriendo para regar el interior del inodoro con una mandarina regurgitada y una marea de bilis. Por más asqueroso el proceso, la liberación llegó y mi malestar fue desapareciendo gradualmente. Enjuagándome la boca en la pileta del baño me quedé mirando el agujero por el que el agua escapaba, imaginando vívidamente y de forma completamente involuntaria todo el trayecto del agua por los caños hasta llegar a aguas abiertas. Me miré al espejo después de semejante imagen, sorprendido por la extensión a la que podía llegar mi mente que se estiraba a lo largo de kilómetros y kilómetros de cañería a pesar de haber ingerido el ácido hacia no más de diez minutos. Tanto mi reflejo como yo supimos que el viaje iba a ser realmente intenso pero nunca podríamos haber imaginado el desenlace que nos tocó atestiguar. Volviendo a la cama (dos colchones grandes dispuestos en el piso con cómodas mantas donde entrábamos cómodamente los tres) comenté que mi malestar estomacal se había ido y tanto M como G comenzaron a reportar náuseas, aunque no le dieron mayor importancia.
Ya sorteado el asunto nos dedicamos a emprender viaje, tras momentos de silencio en que cada uno contemplaba una parte de la habitación plagada de estímulos visuales antes colocados por nosotros tales como luces de colores, pinturas e ilustraciones, concluimos que era ya hora de poner un poco de música. Tras repasar un par de canciones usuales en nuestros viajes lisérgicos sugerí escuchar una banda que personalmente disfruto enormemente y me pareció propicia para tener una subida alegre y bien llevada, para poder luego incursionar en otros sonidos más psicodélicos ya en el pico del viaje. Pusimos entonces La Manzana Cromática Protoplasmática, una banda argentina que fusiona diversos géneros que van desde el Rock Psicodélico, el Jazz latino o el Tango y en general la Música de América Latina hasta la música infantil.
Cada uno empezó viaje por su cuenta, siguiendo sus propios hilos de pensamiento acorde a la música y pocas ideas eran compartidas. El diálogo era poco pero estábamos todos en armonía, cuando creíamos arribar a algún concepto interesante veíamos de comunicarlo si lo sentíamos relevante pero mayormente intercambiábamos miradas, risas espontáneas y sonrisas de complicidad. M comenzó a inquietarse, se paraba y buscaba actividades, realizó varios movimientos de aikido y prefirió mantenerse parado mientras G y yo reposábamos en los colchones. Al estar parado y bailar de vez en cuando, por torpeza M golpeaba a veces un quimelod (instrumento de percusión hecho de chapa) con los pies lo que generaba la pregunta de G acerca del sonido; ambos respondimos varias veces que se trataba del quimelod en el suelo siendo pateado sin querer por M, ya que la situación se dio al menos tres veces y G seguía inquiriendo al respecto. Habíamos separado para la ocasión una variedad de marihuana especialmente potente que sabíamos iba a aumentar con creces la intensidad del viaje.
Fue entonces cuando M sugirió su consumo, aunque se vio desalentado por mí, explicándole que recién estábamos empezando a experimentar los efectos, haciéndole entender que iba a ser cada vez más fuerte y que desde bajo ningún punto de vista era prudente administrarnos algo tan poderoso sin saber todavía si lo íbamos a querer o en qué estado nos iba a dejar. Este último no nos preocupaba tanto, confiados en que nuestra experiencia y vasta preparación para el evento nos permitiría llevar alegremente cualquier efecto nuevo. M me dio la razón y decidió sentarse en un sillón próximo a la cama mirando por la ventana que daba a la calle. Fue entonces cuando escuchamos la primera incoherencia de la noche pronunciada por M: “Tomar jugo es como fumar un porro”. Nos sorprendimos de la sentencia y le pedimos que elabore para entender cómo había llegado a la conclusión.
Ante el silencio suyo y el fluir de la música volvimos a sumergirnos en nuestros pensamientos, tomando su frase como algo sin relevancia, alguna conexión fugaz que había realizado y que luego de ser dicha había perdido todo significado, cosa no extraño en estos estados de consciencia. Lo trágico sucedió pocos minutos después, cuando sonó el quimelod por cuarta vez. Antes de que G pudiese preguntar de dónde provenía el sonido M se puso sobre el instrumento y señalándolo exclamó “Quimelod”. Nosotros asentimos y reímos pero él insistió “QUIMELOD”, esta vez golpeándolo con las palmas, el desconcierto aumentó un poco. Le dijimos que ya habíamos entendido pero nos replicó que no, no le entendíamos. “¡QUIMELOD!” gritó mirándonos con desesperación, golpeándolo más fuerte que antes. Cuando nos miramos entre G y yo, M se paró y señaló bruscamente un envase de litro de jugo exprimido de naranja con pulpa. “JUGO” gritó. “Quimelod, jugo” repitió. Inmediatamente tomó el envase con violencia y se llevó el pico a los labios, llenándose la boca de jugo y tragando como si estuviese al borde de perecer de sed.
A medida que tomaba jugo se tiró en la cama entre G y yo, quienes intentábamos descifrar qué quería comunicarnos nuestro amigo. “¿No querés prender un porro?” me preguntó con total naturalidad. Nuevamente le hice notar la imprudencia de esto pero no pareció prestarme atención. Volvió al sillón y miró por la ventana. Se levantó bruscamente y se tomó la frente; abriendo enormemente los ojos y con las manos en la cara explicó que le bajó la presión. Le hice notar que además estaba bajo los estados del LSD, a lo que asintió y se volvió hacia mí. “¿No querés prender un porro?” me preguntó de nuevo con la misma naturalidad. Antes de que pueda responder gritó “QUIMELOD” y lo golpeó fuertemente. Estuvo un buen rato en este ciclo y comencé a pensar que él podía creer que había quedado atrapado en un bucle temporal y tenía que repetir todo una y otra vez hasta que algo nuevo sucediese, quizá me estaba pidiendo el cannabis como una forma de agregar un nuevo factor que lo sacase del ciclo. Se lo pregunté pero no pareció hacerme caso.
Me paré y le dije de cambiar de habitación siguiendo el hilo de pensamiento, con la idea de sacarlo del ambiente donde él se había encerrado pero esta vez me dijo con contundencia no querer irse de la habitación. Luego de golpear nuevamente el quimelod se sentó y manoteó el envase de jugo. Cuando no pudo tomar más dejó el envase destapado sobre la cama. Rápidamente lo levanté pero no pude evitar que bastante líquido llene las frazadas. Era lo de menos pero su descuido me molestó bastante, pues suele ser una conducta muy propia suya y el hecho de que no reparase en eso me llevó a comentarle “Tiraste todo el jugo, boludo, calmate.” “¡JUGO!” gritó nuevamente enérgico manoteando el envase de mis manos y llevándoselo a los labios de la misma forma que antes. Tras terminar de tomar lo dejó tirado a un costado. El jugo de naranja llenó el piso de madera. “Tapá el jugo antes de que lo siga tirando” le dije a G mientras enfocaba mi atención en M e intentaba generar un contacto visual para calmarlo.
“¡JUGO!” volvió a salir de la boca de M mientras éste se abalanzaba sobre el envase por última vez. “Pará, calmate, respirá profundo, vas a tirar todo el jugo” intenté explicarle a lo que me respondió con la mirada perdida y un aire de soberbia “Sí, obvio.” Y empezó a tirar jugo sobre la cama y el quimelod. “Mirá lo que hiciste” dije agarrando el quimelod lleno de jugo de naranja, parándome y llevándomelo a la cocina en busca de un trapo para limpiarlo. Buscando también alejarme del violento delirio que estaba atravesando. ¡¡QUIMELOD!! Gritó como si su vida dependiese de ello, persiguiéndome hasta la cocina y pegándole al instrumento todavía en mis manos. En la cocina el brote dio el segundo paso al frente y se estableció con fuerza, lentamente las frases fueron desapareciendo y siendo reemplazadas por palabras sueltas, gritadas a puro pulmón sin sentido alguno en un bucle constante.
Una vez que le pasé el trapo al instrumento, mientras él todavía gritaba cosas sin sentido, me interpuse entre él y el instrumento, situándolo sobre le mesada y quedándome frente a M. Bruscamente me quiso empujar sin mucha suerte, aunque me asustó la fuerza bruta que usaba para llegar a pegarle al instrumento toda mi atención estaba puesta en serenarlo, le fui pidiendo que respire, que me mire, que se concentre, delicadamente intenté llegar al contacto físico pero no se dejaba tocar, sino hasta que vino G a la cocina, tan perturbado como yo por la situación y pudimos contenerlo unos pocos segundos en un abrazo sincero y preocupado. Se soltó con violencia y volvió a gritar “¡QUIMELOD!”, cuando yendo hacia el instrumento vio las mandarinas que habíamos comprado para comer en caso de querer picar algo durante la experiencia. Inmediatamente se abalanzó sobre las mandarinas, golpeando el quimelod a su paso y los conectó mostrándonos como si fuese lo más obvio y lógico del mundo. “¡Quimelod, mandarinas!” gritaba, seguido de “me bajó la presión”, acto seguido se llevaba dos dedos al cuello.
“¿No querés salir afuera?” Me preguntó haciendo señas con la cabeza hacia el patio de entrada. “Calmate, estás teniendo un brote”. No hubo caso. Siguió repitiendo una y otra vez las mismas cosas, cada vez más frenético, cada vez más violento, gritando cada vez más fuerte. Me llevé el instrumento como pude a la habitación y lo guardé en su funda lo más rápido que me fue posible. Escondí la funda por si entraba a buscarlo. M no me siguió, G lo retuvo, abrazándolo. Ante la ausencia del quimelod se puso más histérico aunque se terminó olvidando y se quedó con las mandarinas, las cuales agarraba como si estuviese famélico y rompía apretándolas con los dedos. La cerámica de la cocina quedó regada de jugo de mandarina mientras sus gritos no dejaban de resonar por toda la casa. Pensé que quizá nos quería decir algo con las mandarinas, debía haber algún tipo de significado, se debía tratar de un discurso súper críptico, algún sentido tenía que tener las conexiones que estaba haciendo, todo lo que decía lo acompañaba de violentos movimientos con cara de pánico y sus gritos provenían desde lo más profundo. En mi cabeza perturbada, aturdida y altamente dopada busqué todas las formas de resolver el acertijo, llegué a pensar que él estaba convencido de que una catástrofe iba a pasar si no lo resolvíamos pero después de hacerle una pregunta tras otra di en cuenta que se trataba nada más que de incoherencias.
En un momento pensé que estaba teniendo ideas relacionadas con el arte, pues habíamos tenido numerosas y largas conversaciones sobre teoría del arte y él dedica gran parte de su tiempo a la performance y a la pintura, imaginé que se podría tratar de un intento de representación artística, ideas que no encontraba cómo expresar ni representar y que podría solucionarse si lo ayudaba a encontrar los conceptos adecuados y lo convencía de nuevo de la irrepresentabilidad de las cosas que tanto le había frustrado en ocasiones anteriores. Cuando le pregunté grito dejándose la garganta en ello “¡ARTE!”, si no estaba perdido antes de esto, con total certeza lo estuvo después. Empezó a correr, a ir de un lado para otro al grito de –quimelod-mandarina-faso- arte- de repente añadía palabras a su discurso como suertes de epifanías, después de un grito de júbilo empezó a gritar “¡NO SOY!”. De a poco, palabras que habían surgido a lo largo de la noche, especialmente toda la filosofía conversada tanto en la preparación al viaje como durante la semana fue aflorando en su incoherente y entrecortado discurso. Nunca habíamos visto nada igual, ya no era él, no quedaba rastros de una persona cuerda, no se podía dialogar de manera alguna, nada parecía surtir efecto y la cosa no hizo más que empeorar.
Su cabeza era un apabullador torbellino de ideas interconectadas que gritaba sin pudor alguno. Empecé a pensar que ya no nos escuchaba, ya nada de lo que le decíamos tenía sentido porque su cabeza no le daba un momento de paz entre idea e idea, impidiendo que ingrese cualquier tipo de pensamiento, inhabilitándonos a ayudarle. Recordé que durante los ataque de pánico suele ser una técnica efectiva pedirle a la persona que identifique un objeto y se concentre en el color, repitiéndolo una y otra vez hasta que no piense en otra cosa, se tranquilice y la cabeza se resetee de cierta forma. Intenté llevarlo a cabo pero el fracaso fue rotundo, incapaz de identificar un objeto empezó a exclamar que él era naranja, a repetir naranja unas cuatro veces hasta que agarró un papel negro con pintas blancas y señaló su color, nuevamente volvió a las mandarinas, a su no ser, al arte y a cualquier palabra que se le cruzase por la cabeza. En lugar de clamarse ante nuestros repetidos intentos se volvió cada vez más loco y más agresivo hasta llegar. Viendo la imposibilidad de ayudarlo y en un mar de colores y movimiento, además del terror que me recorría todo el cuerpo en el estado de susceptibilidad más grande en que puede estar la consciencia humana me decidí por pedir ayuda urgentemente. No había nadie sobrio en la casa así que ese sería el primer eslabón, alguien sobrio podría decidir qué hacer mucho mejor que yo.
Llamé a un amigo y le pedí a los gritos que viniese cuanto antes pero mientras estaba en el teléfono vi pasar por el rabillo del ojo a una velocidad impresionante a M hacia donde estaba G. Mi horror fue superior a todo lo que me había enfrentado antes, con un grito sordo le ordené que pare pensando en que iba a tener que golpearlo para evitar que termine con la vida de su pareja. Lo tomé de los hombros y, aliviado al ver que G estaba todavía parado aunque paralizado del susto, le prometí que nunca íbamos a usar la violencia, profesé sobre el respeto, la convivencia, el cariño, el amor, el otro y pareció calmarse aunque no daba claros indicios de entender nada. Salió corriendo hacia el balcón donde se golpeó contra el ventanal, el cual milagrosamente no se rompió. Cuidando que no agarre ningún objeto que pudiese usar como arma y acorralándolo posicionalmente para que quede lejos de las ventanas que había golpeado con gran violencia ya, finalicé el llamado y marqué al 911, con grandes dificultades para escuchar más allá de los gritos proferidos por M pude darle los datos al operador y volver a lidiar con la situación. M eligió quedarse parado en un punto fijo del living y mantuvo su lugar durante horas sin dejar de gritar palabras. A veces añadía palabras a su discurso a raíz de lo que hablábamos G y yo. Dejó de responder a preguntas y se dedicó a mirarnos y vociferar sin parar. Tras varios llamados a la policía y horas de desesperación llegó un patrullero.
Me dirigí a la planta baja, todavía aturdido y viendo muchísimos efectos visuales por doquier, abrí la reja y les hice señas para que supieran dónde era la casa. La intensa luz del patrullero me cegó por completo, sentí que me ardían los ojos pero la necesidad por ayuda fue tan urgente que no importó en lo más mínimo. Estreché la mano del policía y le expliqué la situación. Mientras hablaba con la policía llegó un auto y repentinamente recordé que había llamado hacía bastante a un amigo para que no socorriera, sin embargo yo ya estaba a cargo de la situación y drogado como estaba me manejé lo suficientemente bien para encontrar paz en algún lado de mi cabeza y explicar nuevamente la situación. M salió a la puerta acompañado de su pareja, quien lo abrazaba en todo momento y, mirando el patrullero, sus gritos fueron todavía más motivados, añadió la palabra azul a su ya extensa lista de palabras inconexas. Una oficial intentó hablar con él desde abajo, en actitud prepotente y buscando algún tipo de respuesta sólo para encontrar que cualquier cosa que decía no provocaba reacción y que las cosas que M gritaba sin parar no tenía en absoluto que ver con la situación actual, al menos en apariencia. De repente, le gritó mirando a la oficial la primera frase armada después de horas, “Soy mejor que vos”, sólo para volver a su lista enorme. Con tiempo empezó a armar oraciones, repetía “no hay posibilidad” “No soy” “Cómo no voy a ser” “Sí soy” “Mandarinas” “Azul” “Violeta”.
Ya con la policía en la puerta nos tranquilizamos un poco aunque todo era evidentemente lejano a soluciones de algún tipo. La policía no tenía idea qué hacer y la ambulancia tardaría horas ya que un sábado a la noche, con lluvia, lo accidentes automovilísticos abundan y los casos de gente drogada son la menor de las prioridades. Estando afuera parecía más calmo pero el frío era muy intenso y quedarnos afuera era seguir molestando a los vecinos con los gritos incoherentes a viva voz y correr el riesgo de que se tire desde la planta alta. Era preferible correr el riesgo de que rompa toda su propia casa por lo que siguiendo el consejo de la policía nos decidimos a entrar. Adentro decidimos sentarnos y los gritos se volvieron más intensos y más personales. Sentados la mesa y él parado enfrente de nosotros aguantamos estoicamente sus gritos. A veces en la conversación lográbamos ignorarlo y ahí fue cuando se volvió más agresivo y su discurso fue creciendo enormemente.
Como demandando atención empezó a gritar cosas nuevas mirándome siempre fijo a mí, quien como un estúpido seguía intentando deducir lleno de curiosidad todas las barbaridades que me eran chilladas sin parar. Cuando veía que una palabra surgía más efecto que otra se quedaba con esa y la repetía una y otra vez hasta incorporarla plenamente en la lista. Llegado el punto pasó a los insultos y tanto G como mi amigo sobrio me hicieron notar que todo el tiempo me estuvo hablando a mí. M y yo crecimos juntos, estudiamos juntos y fuimos muy unidos a nuestra manera durante años y años. Él siempre fue mi respaldo, uno de mis pocos lugares de contención y prácticamente la única persona de confianza que tuve y ahí estaba, gritándome sin parar, casi sin pestañear y con los ojos bien abiertos, con todos los músculos tensos. Mi cabeza iba demasiado rápido pero fui encontrando formas de manipularlo. Nunca pude identificar hasta qué punto era consciente de lo que sucedía. No respondía a nada, ante cualquier oración dirigida hacia él hacía caso omiso y seguía sumido en sus delirios. Sin embargo, a veces acotaba cosas pertinentes a la conversación para sólo volverse a sumir en su lista. En nuestra conversación hubo un momento en que G quería explicar una situación y no le salían las palabras justas para ilustrar a lo que se refería y en medio de los gritos M profesó “NECESITÁS UN EJEMPLO”. De repente empezó a identificarme por mi nombre y a prestarme especial atención.
Todos sus insultos iban dirigidos hacia mí y mi apodo fue el único que profirió de todos los presentes, no reaccionaba siquiera a su propio nombre pero parecía generar algún tipo de reacción la noción del mío. Varias veces en la noche había gritado “Yo soy vos”, lo cual me pasó desapercibido en medio de tantas otras cosas, especialmente por ser contradictorio con todos sus “no soy”. En algún momento, cansado de las palabras evidentemente, decidió intercalarlas con sonidos guturales y aullidos de todo tipo. Nunca en mi vida había escuchado ruidos semejantes salir de un ser humano. En mi cabeza drogada veía todo desde múltiples perspectivas, me preguntaba cómo iba a seguir la situación, qué secuelas dejaría, cómo teníamos que proceder, qué estaba pasando, qué solución podría haber, qué estaba pensando cada uno y no dejaba de maravillarme por la fragilidad de todos mis pensamientos y el misterio de la mente humana. La conversación con mi amigo y G me permitió soportar en cierta medida la ardua tortura psicológica a la que M me venía sometiendo hacía ya horas.
Empecé a notar que M reproducía mis reacciones con sus gritos y su guturalidad. Cuando yo iba a decirle que no a algo comentado por G él inmediatamente gritaba “¡¡NO!!”, antes de que yo pudiese expresar palabra alguna. Si yo me reía él reía, si me sorprendía él expresaba un grito ahogado de sorpresa, cuando puse cara de susto él grito del susto. Todo cuanto hacía era reproducido por él antes de que yo expresase lo que quería decir, a veces incluso completaba mis frases con insultos proferidos hacia mi interlocutor, en caso de yo estar diciéndole a otro que difería de su punto de vista. Recurrí entonces a mostrarme lo más relajado posible y a perderme en mi cabeza evitando escuchar todo cuanto me gritaban. De vez en cuando lo miraba con sincera tristeza y le repetía que estaba cansado. Cualquier intento de convencerlo de lo que sea había fracasado y cuando G vio lo que yo intentaba hacer quiso ayudar pero fue peor.
G le ofreció sentarse pero M estaba completamente negado a escucharlo, sólo le quería llevar la contra a G y fue entonces que le expliqué a la pareja que eventualmente se iba a cansar porque yo estaba cansado, que se lo venía repitiendo desde hacía rato metódicamente y que teníamos que dejar que se siente por iniciativa propia, pues de esa forma él no iba a querer levantarse, cediendo a la comodidad del asiento y bajando así el potencial peligro que significaba tener a semejante demente parado y tenso frente a nosotros. G estuvo de acuerdo y yo seguí con mi labor, estar cansado. Por fin se sentó y todos nos relajamos mucho más. La cosa parecía mejorar, aunque los gritos no cesaban. Fue en ese momento cuando el SAME me llamó por segunda vez (anteriormente me habían llamado para pedirme los datos, la dirección y la situación detallada), esta vez para avisarme que no iban a mandar a nadie, el sujeto no se dejaría atender y era un peligro muy grande tanto como para los paramédicos como para nosotros, por protocolo no podían mandar ninguna unidad y no me brindaron ninguna clase de consejo más que atarlo y salir del lugar por el peligro que corríamos nosotros ante un potencial ataque suyo.
Comuniqué a los demás que la ayuda nunca iba a llegar y M se rió vehementemente de nosotros. Al cabo de un instante vi, a través de la ventana, salir al oficial del patrullero, por lo que salí de nuevo a la puerta y recibí la confirmación de no que no vendría nadie y que el patrullero se retiraría porque no tenían nada más que hacer. Desde la calle todavía se escuchaban los gritos. Nos recomendaron entonces llevarlo a primera hora al hospital más cercano y ante mi pregunta sobre el proceso de llevarlo me sugirió un remís. Estando yo fuera de mis cabales podía estar seguro de que ningún remisero subiría al auto al desquiciado de mi amigo pero el oficial se encogió de hombros, pegó media vuelta y se fue tal como había venido. No quedaba mucho más que hacer, me senté con los otros dos a soportar de nuevo los gritos. G buscaba contenerlo a como diera lugar, no había dejado de abrazarlo desde el momento en que se decidió sentar, situando su silla en el lugar más próximo posible a la que había elegido M.
Mi cabeza no aguantaba más tortura, mi estabilidad mental iba a llegar a un límite en cualquier momento, tenía que resolver la situación pronto. Salí de la casa un momento para respirar y tranquilizarme pero el momento de relativa paz me hizo volver a entrar para ir al baño. Mientras orinaba escuché que hablaban de que había ido al baño y de repente gritos de G y mi amigo “¡No!” Salí lo más rápido que pude para encontrarme aliviado al ver que sólo se trataba de que M intentaba desnudarse. Se había quitado ya el cinturón cuando fue distraído nuevamente. Tras las demostraciones de afecto de su pareja, retomó el intento y se desabrochó el botón y bajó la bragueta. Volvieron a decirle que no, yo permanecí impasible. A esa altura lo que menos me molestaba es que quiera desnudarse. Los gritos se vieron brevemente interrumpidos por alguna que otra petición sexual de M a su pareja pero retomaba la práctica incesablemente tras poco tiempo.
Empezamos a barajar entonces planes, yo fui lentamente agarrando mis cosas y guardándolas intentando irme mientras los otros dos lo distraían y lo contenían de alguna manera. Ante cualquier indicio de irme se ponía más violento y los insultos aumentaban. Si nos levantábamos y nos íbamos caminando nos iba a seguir, gritando por la calle, alterado e impredecible y el riesgo de un accidente fatal en la calle era demasiado alto. Así y todo, llevarlo caminando a la clínica y dejarlo ahí para que se hiciesen cargo los médicos me parecía la mejor opción. Recordé entonces que si bien cuando mencionamos a la policía se puso más tenso y agresivo, se calmó y gritó que sí aliviado cuando le hablamos de médicos y ambulancias. Durante mucho tiempo había gritado el nombre de su obra social después de que nosotros mencionamos que una prepaga nos podría ayudar. Mi amigo se comunicó con la prepaga al fin y al cabo de poco más de una hora de grito tras grito llegó la ambulancia. Entraron los paramédicos y fueron puestos al tanto de la situación. La inexperiencia del médico me dejó pasmado. Tras buscar en Wikipedia sobre la dietilamida del ácido lisérgico (compuesto que no conocía), denigrarnos a nosotros y criticar nuestro juicio, concluyó lo mismo que le había dicho cuatro horas antes yo a la policía, “necesita benzodiacepinas este chico”. “BENZODIACEPINAS” gritó M, sabiendo de qué se trataba. Una hora y media estuvieron los paramédicos parados intentando tomarle los vitales.
M se negó a colaborar rotundamente pero con el tiempo se fue calmando cada vez más. Ya formulaba oraciones más complejas y propias cuando los paramédicos veían agotarse su paciencia. Entendí que no iba a haber caso cuando al pedirle estirar el brazo para tomarle la presión M replicó “ME NIEGO EXISTENCIALMENTE”. En su viaje lisérgico, sumido en pleno autismo, su existencia iba a depender de no estirar nunca el brazo, de no dejar que nadie lo toque ni haga nada con él. Intenté convencerlo de que los paramédicos eran amigos míos pero no pareció muy convencido y viéndose amenazado por la robusta postura de los dos hombres que llegaron en la ambulancia gritaba pidiendo socorro a todos los que conocía. “NIETZSCHE” gritó de repente refiriéndose a mí, “Ayuda, Nietzsche”, seguido de “NIETZSCHE TENÍA RAZÓN” y pegando alaridos para que lo ayudase contra los paramédicos pidiéndome por favor que sea nihilista.
Sus idas y venidas en simbolismos y momentos de aparente roce con la lucidez (porque definitivamente no eran momentos de lucidez per sé) me confundieron todavía más y se me desgarraba el alma escuchándolo pedir ayuda ante la brusquedad de los técnicos en emergencias médicas. Me quedé pasmado al escuchar conversar a los especialistas diciéndose entre ellos que no sabían bien qué hacer y que la próxima vez, cuando se les llamase por una situación similar dirían que se encuentran con todo ocupado y directamente no irían. No pude hacer otra cosa que imaginarme a otra persona pasar por la misma desesperación por la que habíamos pasado G y yo, esperando que llegue algún tipo de ayuda que estaría muy cómoda sin querer salir del estacionamiento de ambulancias, se los hice saber a medias, les expliqué el mal momento que habíamos pasado y el tipo de situación que hubiesen encontrado de haber llegado cuando aún no se había cansado M y seguía siendo altamente peligroso. No me convencía en lo más mínimo dejar la situación en manos de profesionales tan poco profesionales pero mi cabeza no aguantaba más gritos ni aullidos, seguía drogado como pocas veces antes lo había estado y necesitaba descansar.
Fue así como decidí emprender el regreso a mi casa. G ya se podía quedar con M, ya no parecía haber peligro de que pudiese ocurrir un atentado y todavía estaban los paramédico que nos dijeron que nos tendríamos que quedar para subirlo a la ambulancia. Me quedé esperando un remís que nunca vino con mi amigo en la reja del lado de afuera de la calle, cargado con mi mochila, la guitarra y el quimelod que tanto problema había dado. Antes de salir miré a M fijo a los ojos, lo saludé cordialmente, le deseé buenas noches y le pedí un último favor: Que se suba a la ambulancia. La tristeza con que se lo dije pareció mover algo en él pero quizá fue simplemente sugestión propia. Escuchamos golpes desde abajo y lo vimos asomarse al ventanal, desde donde se nos quedó mirando y le hice señas de que baje. Comenzó a abrir la ventana cuando le hicimos señas de que pare y le señalamos la ambulancia, ya abierta, con las luces dentro prendidas y la camilla preparada para recostarlo.
Lo que sucedió dentro permanece un misterio para mí; tras gritos y golpes vimos salir a los paramédicos y bajar la escalera, y luego a G y M abrazados, M con un abrigo que evidentemente lograron que se ponga. Bajó la escalera mirando cómo yo lo esperaba desde abajo, parado al lado de la ambulancia, evité el contacto visual todo el tiempo y mantuve mi vista donde quería que él mirara: en la ambulancia. Cuando estuvo al lado mío me miró, se paró y me preguntó preocupado “¿Venís?” Rápidamente le dije “Subí, subí” y tras una pausa mentí “yo te sigo después”. Ya idos ellos cancelamos el servicio que habíamos pedido, volvimos a entrar a la casa y nos dedicamos a ordenar y limpiar el chiquero que había quedado. Yo seguía en viaje y la limpieza y el orden a este punto me salen naturalmente, poco a poco fue quedando todo relativamente prolijo. Mi percepción del tiempo estaba altamente afectada por lo que podría decir que un instante estaba sentado en a la mesa de la cocina conversando con mi amigo de todo cuanto había pasado.
Volvimos caminando hasta mi casa, donde dejamos las cosas y luego lo acompañé a la parada del colectivo. El shock me duró horas. Conciliar el sueño fue una de las tareas más difíciles, mi cabeza estaba altamente perturbada y mis intentos de meditar se veían frustrados por una constante invasión de la música que estábamos escuchando justo antes de que empezara el episodio. Recostado ya en mi cama vi que tenía cuatro llamadas perdidas intercaladas entre M y G por lo que decidí devolver el llamado para saber cómo había evolucionado el cuadro ya en la clínica. M hablaba cuerdo y coherente, decía no recordar nada y estar confundido, recordaba haber estado escuchando música y después, en sus palabras, “tener un viaje raro” y no recordar nada más. Le pregunté si recordaba a mi amigo en algún momento, el cual no había estado nunca mientras estábamos sobrios sino que llego incluso más tarde que la policía. Recordaba haberlo visto pero nunca supo cómo llegó a la casa ni cuando apareció.
En toda mi investigación y experiencia no encontré caso igual, por supuesto que no debe haber mucha gente con Síndrome de Aspeger dispuesta a experimentar con dosis extremadamente altas de alucinógenos, por lo que la falta de testimonios es de esperar. Por lo pronto estoy enormemente agradecido a mi amigo, que sin tener por qué, me socorrió en la peor situación de mi vida, me brindó contención y apoyo emocional y sin el cual todo hubiese sido inenarrablemente más difícil. Este texto me ha servido en gran medida al relajo y despeje de la cabeza, ya que la experiencia era demasiado intensa y pesada como para retenerla en la memoria como un bloque entero de sensaciones, emociones y recuerdos trágicos y perturbadores, especialmente en mi estado de consciencia alterada.
El tiempo dirá cómo evolucionan las cosas, especialmente qué secuelas dejará en M. Hasta el momento yo mantengo íntegra mi estabilidad mental y emocional y si no la perdí con esta situación dudo poder perderla, más allá de toda inquisición sobre si me da miedo el hecho de que podría haberme pasado a mí. No lo creo posible, de nuevo, es la primera vez que escucho de un caso así y mi teoría es que la dosis tan alta le potenció el autismo a niveles inesperados e incontrolables.
Sin lugar a dudas hubo profundos momentos de introspección y reflexión mientras mi mejor amigo de toda la infancia se desapegaba completamente de la realidad y no dejaba de darme calificativos tales como pelotudo y mogólico violentamente. Amerita la situación tratar los psicodélicos de ahora en más con extrema cautela y medida, aún más de la que veníamos teniendo, con antipsicóticos y sedantes definitivamente a mano en cada sesión.
Por Joaquín Liendo
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